CRíTICA MIAMI – NUEVO HERALD. MIAMI. USA

COMEDIA AMARGA DONDE LA RISA NO ES PECADO
NUEVO HERALD. Jueves 17 de julio del 2008
ANTONIO ORLANDO RODRIGUEZ

 

En un pequeño pueblo de la España profunda, dos hermanas que poco más y se quedan »para vestir santos» esperan el día de su boda y, también, la llegada de su trilliza Conchi, la rebelde de la familia, que tiempo atrás se fue a vivir Madrid. Corren los primeros años de la década de 1980 y durante esa larga madrugada Marijose, una de las novias, exterioriza sus dudas y temores. ¿Realmente debe casarse con un hombre mayor que ella, y viudo dos veces, al que no ama? Amelia, más sensata y pragmática, intenta alejar esas ideas de la cabeza de su hermana. »¿Crees que yo estoy loca de pasión?», argumenta. «¡Eso no pasa más que en las canciones!».
La llegada de Conchi, la oveja negra, echa más leña al fuego. Y es que estas trillizas que, al nacer recibieron tres mil pesetas y un coche-cuna triple como regalo del generalísimo Franco, tienen sensibilidades y formas de pensar muy diferentes. En especial Amelia y Conchi, verdaderos polos opuestos: mientras la primera vive intensamente la movida madrileña, disfrutando de las libertades y los excesos de la recién estrenada democracia, la segunda defiende a capa y espada las ideas morales y los patrones de conducta que le inculcaron cuando niña.
La primera mitad de El día más feliz de nuestra vida, de la compañía murciana Alquibla Teatro, tiene indudables aciertos dramatúrgicos –en especial los diálogos chispeantes y cáusticos, que definen los caracteres de las mujeres– y un montaje dinámico que usa creativamente el espacio y la banda sonora. Pero tras ese correcto, pero nada excepcional inicio, llega lo verdaderamente bueno. Una segunda parte que evita retomar la acción en el momento en que Marijose, frente a la ventana del dormitorio, está ante la disyuntiva de aceptar un matrimonio de conveniencia o cambiar el curso de su vida, y nos sorprende con un inesperado juego temporal. La trama retrocede a principios de los 1960 y las hermanas reaparecen en la víspera de su primera comunión –y de su octavo cumpleaños–, transformadas en tres niñas que comparten, además la misma cama, los mismos temores (a Dios, al pecado, al infierno, a la sangre de Jesús y de la Virgen y a todo tipo de terribles castigos) si desobedecen lo que se les inculca en la catequesis.
Las oraciones recitadas de un tirón, las cómicas disquisiciones sobre lo que es o no es pecado y el rol de inquisoras que desempeñan Conchi y Amelia para salvar el alma de la »pecadora» Amelia convierten el formidable segundo acto en vitriolo puro, en una sátira incendiaria contra la educación represiva y llena de tabúes que prosperó durante el franquismo y cuyas secuelas aún se hacen sentir. Texto y montaje ponen de manifiesto un profundo conocimiento del mundo de la niñez, de sus fantasmas y sus juegos, y revisan la historia reciente con parlamentos como el que vocifera Conchi para amedrentar a Marijose: «La Guardia Civil te va a romper el cuello con el garrote por pecadora».
Lola Martínez, Susi Espín y Esperanza Clares (Amelia, Marijose y Conchi, respectivamente) logran el milagro de transformarse en tres auténticas niñas, tan inocentes como monstruosas, gracias a un exquisito trabajo corporal y de voz. Lo que habría podido ser una caricatura, se convierte en una búsqueda de esencias que logra tocar el corazón de los espectadores y hacerlos partícipe, incluso entre risas, de un estremecedor drama infantil. Escenas como la lectura en alta voz de una revista Hola de los 1960, donde se enaltece »el sometimiento a una voluntad más fuerte» como la mayor virtud de las mujeres, o la recreación de los jingles radiofónicos de la época son momentos virtuosos en esta farsa sobre el universo doméstico femenino y sus vínculos con la tríada represión-sumisión-
fanatismo.
Con esta comedia amarga, que nunca se lastra con aburridos mensajes o tesis feministas, la dramaturga Laila Ripoll, el director Antonio Saura y tres actrices especialmente dotadas para la comedia nos hacen reír hasta las lágrimas y, al mismo tiempo, reflexionar sobre una generación a la que le tocó crecer en un contexto donde todo era «pecado, pecado, pecado».• 

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